lunes, noviembre 27, 2006

El llamado en el Bosque // Eliza L. Hargreaves

Nadie nunca me ha creído, y nuca nadie me creerá. Todos piensan que estoy loco, pero nunca ha sido así. Lo que pasa es que sé la verdad y ellos no. Soy el único que sabe qué fue lo que pasó con los otros cuando nos internamos en ese extraño bosque. Y supongo que nadie me creerá a menos que explique detalladamente qué fue lo que nos ocurrió en ese fatídico día.
Era un día más de reunión entre viejos amigos en aquella vieja casona colonial que habíamos comprado en conjunto unos años atrás, ésta se encontraba en las afueras de la cuidad cerca de un oscuro y denso bosque milenario. Éste había sido uno de los principales motivos por los que la habíamos comprado precisamente ahí, a pesar de su terrorífico aspecto, ese bosque emitía una atmósfera indescriptible, misteriosa, como si en lo más profundo de éste se escondiese un secreto oculto por miles de eones.
La reunión transcurrió como todas las que habíamos celebrado desde hace cinco años, hasta el momento en que uno de mis más grandes amigos propuso salir a caminar bajo la luz de la luna. Ésa era ya una costumbre bastante usual entre nosotros; salíamos a pasear dividiéndonos en pequeños grupos haciendo una simulación de antiquísimas costumbres muy bien conocidas por nosotros. Costumbres casi perdidas en el tiempo, que lo habrían estado por completo de no ser por nuestra influencia ¡Qué ilusos fuimos al creer que nada nos pasaría! Profesamos un oscuro culto a los Antiguos Primigenios que reinaban este mundo cuando era joven. Para unos era un juego, mientras que para otros era una sagrada religión.
Corrimos y corrimos como siempre lo hacíamos, hasta llegar a aquel altar en torno al cual siempre nos reencontrábamos tras nuestros correteos, sólo que esta vez, sin saber exactamente el porqué, al estar todos reunidos ahí en torno al altar, uno de mis amigos comenzó a entonar un canto extraño para todos nosotros, no comprendimos hasta pasados unos cuantos segundos de que se trataba de una cacofonía en honor al terrible Nyarlathotep, que mora en las profundidades de su palacio en Sharnoth. Todos los presentes excepto yo, comenzaron a danzar poseídos por aquella demoníaca melodía. Me vi estupefacto, atontado, casi sin sentido, debido al impacto de ver a mis seres más cercanos contrayéndose en ángulos imposibles de describir para luego extenderse más allá de los límites imaginables. El canto continuaba, al igual que la diabólica danza. Con cada segundo que pasaba el ambiente se volvía cada vez más peligroso, las cosas tomaron una extraña tonalidad verde luminiscente haciendo más espantosa la imagen que se proyectaba ante mi atónita mirada.
El terror se había hecho presa en mí, había recordado unos pasajes que habíamos leído en voz alta en una de nuestras reuniones, ¡eso no era una simple letanía, y esos pasos no eran de una coreografía improvisada en el momento! Ahora las palabras resonaban insistentemente en mi cabeza, palpitando con toda su fuerza demoníaca en mi interior. Imposible, ¿cómo tan frágiles de mente como para llegar al punto de cometer semejante acto? Estaba presenciando un ritual de invocación, para así traer aquel insondable horror a nuestro planeta ¡nunca! ¡Yo los detendría! Yo pondría fin a sus vidas antes de que el ritual acabase.
Saqué mi revolver, ése que llevábamos en caso de encontrarnos con un animal salvaje en medio del recorrido, y apunté directamente a la cabeza de mi mejor amigo, quien continuaba con su pérfido cántico, y sin ningún remordimiento tiré del gatillo.
El tiempo pareció detenerse por unos momentos, la luminiscencia que ya predominaba por sobre todo se desvaneció, mi amigo, ahora el clérigo de esos demonios, estaba muerto. Los infernales bailarines se voltearon lanzándose sobre mí con toda su furia, tenía suficientes balas para acabar con todos y con aquel sacrílego culto de una vez y para siempre; los esquivé con gran celeridad, escabulléndome hasta quedar a sus espaldas desde donde les disparé certeramente a todos y a cada uno de mis compañeros.
Ahí en medio de la noche, bajo verdosa luz de la luna, la sangre de mis antiguos camaradas resplandecía como si tuviera luz propia, la visión de ello me produjo un terror inexplicable. Desesperado por el inhumano acto que había cometido, corrí en dirección a nuestro refugio, aquel que había visto en completo silencio el nacimiento de tan horrible acontecimiento. Una vez dentro de la casona, me senté en el sofá que acostumbraba utilizar y ahí frente al mortecino fuego me sumí en un profundo sueño.
Imágenes de mis amigos levantándose de su lugar en el bosque, acercándose a mí con sus cabezas desfiguradas, gimiendo, susurrando, murmurando lamentos incomprensibles a mis oídos y tras ellos un horror aún peor comenzó a tomar forma, una forma indescriptible, pérfida, atroz, etérea, vívida, casi palpable, innombrable; su fétido aliento me envolvió, asfixiándome. Mientras tanto, los no-muertos continuaban sus lamentos cada vez más legibles. El espanto me sobre pasó, rompiendo el silencio del alba con mis gritos de histeria.
Sumido en un espanto jamás antes experimentado por ningún ser humano cuerdo, tomé mi viejo revólver y regresé a donde se hallaban mis amigos ahora cadáveres. Al llegar percibí que algo había cambiado en el lugar, los cuerpos estaban en un estado de descomposición tal, que parecían llevar días a la intemperie, pero su sangre... la sangre no estaba, las pozas dejadas la noche anterior ya no estaban, no había ni un sólo rastro de ella, entonces recordé con horror otro pasaje del libro el que rezaba que para completar el ritual se debía alimentar la incorpórea forma de Nyarlathotep con al sangre de sus fieles... ¡No eso no era posible! ¡Yo mismo había realizado el sacrificio necesario para completar el ritual, yo había liberado aquel horror en la Tierra el cual asolaría nuestro futuro!
Reí, reí por la idiotez que había cometido, reí como nunca antes había hecho y nunca volveré a hacer. Los cuerpos comenzaron a moverse, levantándose como en mi sueño y entonces grité al saber lo que venía a continuación: la aparición de aquel pérfido coloso. Los no-muertos se acercaban a mí y grité hasta caer inconsciente.

Lo que ocurrió a continuación no estoy seguro de cómo sucedió pero dejaré lo poco que logré discernir:
La mujer encargada del aseo de la casona llegó como todos los lunes a realizar su trabajo, un gran susto se llevó al encontrar a uno de sus patrones tirado en el suelo con las ropas manchadas de sangre y en medio de su trayecto en busca de ayuda ¡oh, qué sorpresa se llevó al encontrar al resto de sus patrones tirados en medio de la hierba con las cabezas deshechas! La mujer gritó histérica y corrió en busca de la policía quien, una vez hube recuperado la conciencia, me acusó de dicho crimen. Reconocí haber sido yo el ejecutor, pero al explicar con lujo de detalles los motivos, no hicieron más que acusarme de orate enviándome directamente al lugar en el que me encuentro ahora. Nadie, ni los médicos, ni las enfermeras, creen mi verdad. Nadie cree que en las afueras de este lugar está Nyarlathotep bajo su forma humana, encantando al mundo con sus habilidades para esclavizar el alma y la mente de la humanidad. Ya verán, ¡ya verán cando vean que la sombra que se cierne sobre sus cabezas es demasiado grande y no puedan huir!...
Podría decir más, pero al mundo no le serviría de nada pues ya ha comenzado, lo mejor será quemar este escrito para que vivan felices en su isla de ignorancia, para que cuando llegue el momento en que las estrellas estén listas y los Grandes Antiguos despierten, conozcan nuevas formas de terror que ninguno de ellos jamás había creído que pudiesen existir.

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jueves, noviembre 16, 2006

Desperdicio humano // Mary Gentle

Mi niño es un substituto de mascota.
Lo diseñé masculino, para desquitarme de los hombres en general. No veo nada malo en esto. Mi psicoanalista me acon­sejó dar salida a mi agresivi­dad.
El sol se colaba a través de la ventana, trazando franjas en el pulido piso. El cuarto olía a cera. El pequeño Thomas se esta­ba colgando de mi cadera con las manos cubiertas de chocolate. Hedía a amoníaco. No lo había cambiado en días.
--¿Mami? ¿Mami? ¿Mami?
Lo decía con el mismo tono una y otra vez. Exactamente el mismo plañido interrogativo. No necesité alterar las especifica­ciones básicas de diseño en esto, parece venirles a todos en el ADN.
--¿Mami? ¿Mami?
Los pliegues de la cadera de mi jean negro de denim estaban manchados de chocolate derre­tido. Odio eso. Odio mucho eso.
--¿Ma...?
Como otras tantas veces, pero no con menos satisfacción, aga­rré a Thomas del cuello de su pequeño traje de juego, me apoyé en la silla giratoria, eché mi pie hacia atrás y le di una pa­tada.
Lo sentí satisfactoriamente sólido, como patear una bolsa de arena tibia. Aunque duela, da una idea de cuán sólida es una criatura de dos años. La trayec­toria fue correcta, y también lo fue el tump que hizo al aterri­zar.
--¡Buaaaaaaaaaa!
El pequeño cuerpo impactó en el piso del lado opuesto de la habitación. Pude notar de un vistazo que se había roto el cuello y que el suave cabello de su cráneo estaba pegoteado de sangre allí donde se había frac­turado las frágiles placas de hueso. Apoyé mi codo en la mesa y observé.
Unas estructuras nanoscópicas se escurrieron por el cuerpo de mi bebé.
Brotaban de sus poros, micro­máquinas tan pequeñas que sus engranajes son del tamaño de átomos. Sus manipuladores son capaces de hacer malabarismos con la materia básica. La natu­raleza nos proveyó de los proto­tipos de estas máquinas hace miles de millones de años: las células orgánicas. Mis artefac­tos nanoscópicos son simples mejoras no-orgánicas.
La cosa gris fluyó, como una marea, como si estuviera hacien­do crecer un molde temporario del pequeño cuerpo. En treinta segundos fluyó de regreso, desvaneciéndose en las cavidades óseas diseñadas específicamente para los nano-constructores.
El pequeño Thomas, con sus brazos y piernas rígidas, se alzó sobre sus pies y pataleó, regresando hacia mí por el par­quet.
--O'ta vez --demandó, reso­llando--. 'tavez. 'tavez.
No dije que lo haya diseñado para ser brillante.
Tironeó de mis muslos. Esta vez la patada fue refleja; la ira es algo reluciente, brillante y es­camoso a lo que uno se abandona. En lo que a mí concierne, el do­lor que me produjo él al brotar de mi canal de nacimiento me da derecho a cualquier cosa que quiera hacer.
¡Bump!
--¡Buaaaaaaa!
Tump
Tac. Tac. Tac.
--¡'tavez! ¡'tavez! ¡'tavez! El día que empiece a hacerse inteligente lo reprogramaré. No debería ser necesario. Los nano­reparadores de su cuerpo son ex­tremadamente especializados, parte de uno de los proyectos médicos por los que he ganado una cantidad de dinero increí­blemente grande. Una de sus ta­reas programadas consiste en mantener en estado estable y constante el cuerpo y el cere­bro, día a día. Thomas tiene ahora seis años cronológicos, pero biológicamente se mantiene en los dos.
Lo mantendré así. Podría crecer para ser uno de esos mucha­chos de afuera vestidos con ca­misas y pantalones desprendidos cuyos huesos, desprolijamente largos, parecen a punto de do­blarse como una silla plegable. A los catorce podría ser más fuerte que yo.
Tampoco tiene mucha memoria. No me ocupé demasiado en averi­guar si eso es parte de mis es­pecificaciones de diseño o si la Naturaleza (ese concepto pa­sado de moda al que me jacto de parecerme) está siendo bonda­dosa. Mejor no contar con eso. La naturaleza no se preocupa por los individuos. No es su estilo. Y hasta creo que la biosfera en­tera podría quedar inmersa en un frío planeta helado sin que se molestara demasiado. Como les dije siempre a mis estudiantes en los cursos de la red, no te preocupes si te cagas en Gaia. A ella no le importas nada tú.
John y Martin, mis compañeros de trabajo, no tienen precio como profesores. Cuando digo “no tienen precio”, por supuesto, quiero decir que son incapaces de valorizarse correctamente. Yo les sigo pagando un tercio por debajo de lo que les corres­ponde.
Un cuerpito caliente y agi­tado, mojado en la entrepierna, estaba intentando trepar en mi regazo.
¡Bump!
--¡Buaaaaa!
Tump.
Tap. Tap. Tap.
--O'tavez. 'tavez. 'tavez. Me parece que Thomas no se parece a Thomas, su padre. En realidad no tengo nada en contra de Thomas Erphingham; él no es uno de los hombres que tengo en mente cuando quiebro los brazos del pequeño Thomas. Es una lás­tima que el chico tenga sus ojos azules y su cabello negro. Me hubiera gustado más si hubiera sacado los míos. Supongo que de­bería haber puesto más atención en esa parte del jueguito del ADN.
Dejé mis máquinas conversando con la red y fui a darme una du­cha. Algunas veces me llevo al pequeño Thomas a la bañera y juego con él. Algunas veces ni siquiera lo ahogo.
Hoy quería estar sola conmigo misma y cerré la puerta del cuarto de baño, cerrando la du­cha de tanto en tanto para oír su llanto pidiendo comida y agua. La nanotecnología se ase­gura de que no muera --la micro­máquinas fotosintetizan para él-- pero el agua puede causar problemas. La deshidratación lo hace menos listo. Sin embargo, para verlo del lado bueno, me divierto mucho en la red cuando remarco que me olvidé de echarle agua al bebé.
La ducha apartó sus chorros de mi piel pecosa, me calentó, me perfumó y me secó. No miro mis manos muy seguido en estos días, aunque es difícil evitar las propias manos. Las cicatri­ces se fueron, reparadas por mi propia nanotecnología. Tienen, sin embargo, la misma forma fa­miliar de siempre. Regordetas, con uñas fuertes. Lo único que les falta es el vello grueso y negro.
Familiar, por supuesto. Quie­ro decir: relativo a la familia. Sí, son las manos de mi padre. Podría alterarlas. Prefiero no hacerlo.
--¡Mami! Quiero ved una pedícula.
Caminé cruzando el cuarto y puse la pared-pantalla en el ca­nal de noticias. Hay una pequeña guerra en algún lugar del sur; ellos encierran a las mujeres en campos y las violan, forzándolas a tener los bebés de los solda­dos. Lo dejé viendo eso.
A veces, cuando yo no miro, se las arregla para cambiar el canal. Tengo reservada una del­gada antena de auto de acero para esos casos.
Seguí hacia la cocina y abrí el freezer.
--¡Gorda! --gritó el demonio del freezer--. ¡Estás a dieta!
Se balanceó en sus largos brazos, con una mueca en su cara de anchos dientes. Usé material miniaturizado de orangután en el modelo básico. Hoy no estaba de humor.
--¡Gorda... au!
El demonio del freezer rebotó sobre la puerta, estrellándose en el piso con la cara hacia abajo. Quedó ahí, aplastado. Restregué mis nudillos mientras sus nano-fabricantes se exten­dían, inflándolo como un balón. ¡Pop! Forma de demonio de nuevo.
Se alejó gimoteando hacia una esquina del freezer, bajo la luz, enfurruñado.
--No tienes nada de qué que­jarte --murmuré automáticamente.
Uno de mis hobbies es cocinar comidas no preparadas, a veces me distraigo muy satisfactoria­mente. Hoy perdí buena parte de un dedo con un rallador de queso súper entusiasta y me quedé pa­rada goteando sobre la pileta, mordiéndome los labios, mientras músculo y piel se reconstruían nanoscópicamente, no lo suficientemente rápido como para evitar el dolor. Perdí el ape­tito.
El sol se escurría a través de la ventana de la cocina, me­tiéndose entre los altos edifi­cios. Aquí la mayoría hallamos correcto el uso de nano-fabri­cantes sólo en cosas biológicas. Hay partes de la ciudad en las que los objetos inanimados son tan mutables como la carne. Uno no puede encontrar dos veces el camino hacia un mismo lugar, usualmente porque ese lugar ya no está allí.
--¡Thomas!
Él se alzó, con determina­ción, sobre sus pies. Complacido de que lo llamara por su nombre, pienso. La mayor parte de las veces silbo para llamarlo y él viene. Toqué por un momento la tibia carne de su brazo, luego deslicé el collar sobre su ca­beza, ajusté la traílla y abrí la puerta hacia la primavera.
Amo las calles cuando huelen a pasto y nafta. Hay parques cer­canos a mi departamento; elegí el más cercano. Por un rato, disfrutando del calor del sol, llevé al pequeño Thomas colgado de un pie, escuchando sus agudos gritos. En el parque había palo­mas. Me senté en un banco y lo dejé correr por alrededor, al sol. Hay una calle que cruza el parque y los que transitan por ahí no son muy cuidadosos. Siempre hay chance de que alguno lo atropelle --un camión, quizá-- de tal modo que, comprensible­mente, ni siquiera toda mi nano­tecnología pueda rehacerlo. Esto le agrega una placentera tensión a la tarde. Yo, en realidad, no quiero tener que empezar otra vez desde el principio y hacerlo nacer de nuevo. Dos veces es suficiente.
--¿Señora...?
Era de la clase que conozco bien. Otro paseador de mascota, un hombre de unos treinta y pico, de piel pálida y con acné. Mantuve un ojo en el césped y la laguna, donde el pequeño Thomas estaba ocupado corriendo hasta donde están los biopatos y vol­viendo. La mascota del tipo se quedaba atrás, espiando.
--No --dijo--. No quiero escuchar su historia. No quiero escuchar cómo lo jodió su padre y cómo violó a su hermano menor durante ocho años y cómo usted recién fue a la policía cuando él empezó con el niño. No quiero escuchar cómo lo jodían su tío y primos desde que tenía cinco años, y cuánto le gustaba que lo hicieran porque era el único mo­mento que ellos notaban que us­ted estaba ahí.
Me miró perplejo. Señalé hacia su mascota, con cierta eco­nomía de movimientos. Aún hoy soy económica con la energía; uno nunca sabe cuando va a nece­sitarla.
--Dueño masculino; mascota masculina --expliqué--. Sólo los detalles serán diferentes.
Tenía lindos ojos. Recordé las veces que pongo mis pulgares en los ojos del pequeño Thomas y los hago estallar como tomates maduros. No podía atacar a ese hombre con piel de pizza; pesaba al menos 95 kilos y (siendo hom­bre) debía ser un treinta por ciento más fuerte que yo en la parte superior de su cuerpo.
La tarde estaba arruinada. Me levanté, decidiendo ir a casa para tener una vigorosa sesión de juego con el pequeño Thomas y una lánguida masturbación en el sol remanente de la tarde.
--Pienso... --dijo el hombre, dudando-- que podríamos tener algo en común. Algo de qué ha­blar.
Lo que él pensara que pudiera tener que decirme me superaba. Lo lindo, en realidad, hubiera sido que él tomara un rústico cuchillo de pan y se abriera el estómago y se serruchara el pito; eso lo disculparía con­migo. Pero, optimista como soy en la vida, no creía que eso fuera a ocurrir.
Me fui caminando sin mirar hacia atrás, silbando y paseán­dome para que Thomas me oyera. Vi que uno de los patos le había arrancado un ojo. Los reparado­res nanotecnológicos estaban ocupados, formando una película gris e iridiscente sobre la ór­bita vacía. Por un rato me en­tretuve caminando de su lado ciego, escuchándolo llorar.
La ciudad se eleva a mi alrededor. Aun si no estuviera traba­jando en la red, no querría es­tar con nadie. No hay nadie con quien quiera hablar. Habito un planeta diferente. Prefiero no comunicarme, incluso con aque­llos con los que podría hablar, como ese hombre de piel enferma. Me desagrada profundamente la comunicación. Tengo un fuerte disgusto por la comunicación.
Camino de regreso a través de calles residenciales, esquivando las pequeñas pilas de excremento en las piedras del pavimento. Un llanto quejoso me acosa.
--¡Etoy cansado!
Me agacho y levanto al pequeño Thomas.
Su ropa está en un estado imposible de arreglar. Se la quito y la tiro en una zanja. Él se me pega, mimoso, pasando sus brazos desnudos alrededor de mi cuello. Un cuerpo tibio, con sus piernas enganchadas alrededor de mis so­bresalientes caderas. Y como dije, no es brillante. Es afec­tuoso.
Es la única cosa a la que le tengo miedo.
No... hay dos cosas:
Que un día me canse del pe­queño Thomas... Que ya no me sea suficiente.
O si no, que empiece a amarlo.
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Human waste © 1994. Traducido por: D. Brannen. Corregido por: Susana Todaro. En Axxón Nº 65, Febrero de 1995.